
Para ser escritor en Montevideo no solo hay que ser valiente. Hay que ser, más que nada, irreverente. Cruzarse con esos fantasmas y no inmutarse. No dejarse amedrentar. Esa de ahí era la casa de Juana de Ibarbourou. Bien. Acá era el Café Sorocabana. En esta silla se sentaba Onetti. Contra esa ventana Marosa di Giorgio garabateaba sobre las servilletas. Luego, considerar Montevideanos de Benedetti como un librito simpático que leíste en la adolescencia, y poner en un pedestal, eso sí, a John Kennedy Toole. Descubrir en tu calle a Galeano, cuando saca a pasear a su perro, y hacer como si nada. Levantar los hombros con desdén y pensar, bueno, no me gusta cómo manipula las emociones de los lectores.
Pero a quién engañamos. Todos tenemos nuestro talón de Aquiles. Cuando en una Feria del Libro un colega me tomó sorpresivamente del brazo y me paró frente a Idea Vilariño, se me paró el corazón. Algunas veces, Montevideo es eso. La aldea que te permite convivir diariamente y casi de igual a igual con los creadores. Los contemporáneos y los que ya no lo son tanto. Los admirados y de los otros. Desde el ómnibus puedo ver borrachos anónimos durmiendo en los portales, y también un mito viviente cruzando en la esquina de 18 de Julio y Yi. Pero como toda aldea Montevideo tiene sus pros y sus contras. Es romántico y excitante convivir con fantasmas, pero es endemoniadamente difícil brillar antes de convertirse en uno de ellos.
*Texto publicado en la revista española Zona de Obras nº51