lunes, mayo 16, 2011

El vaso azul


Voy a ver a mis padres al viejo apartamento. Dejo el bolso de trabajo en el perchero de la entrada, donde hace más de quince años dejaba mi mochila llena de apuntes de facultad. El apartamento es grande y oscuro, no por falta de ventanas sino porque la mayoría de las persianas se mantienen bajas. Las habitaciones están limpias, ordenadas, pero inhabitadas. Mis padres pasan la mayor parte del tiempo en la gran cocina, y ahí los encuentro. Mi madre prepara una cena a prueba de todo: a prueba de colesterol, de arterias tapadas, de hipertensión y sobrepeso. De todas formas se las ingenia para que las verduras luzcan sabrosas. Tanto, que decido quedarme a comer. Ayudo a mi padre a poner la mesa. Me presenta la nueva vajilla. Es de esas imponentes, sólidas y modernas, como se ven en las mesas de las revistas de decoración. Desde hace un tiempo se dedican a renovar muebles y objetos. Queda muy poco de lo que solíamos usar  cuando vivíamos todos en la misma casa. Ya no está la mesa de pata floja con ralladuras de lápices de colores, a no ser en las fotos de reuniones familiares. Tampoco el voluminoso televisor donde veíamos el Coyote y el Correcaminos, que fue sustituido por una discreta pantalla de plasma.
Saco los vasos de la alacena. También son nuevos. Altos, de vidrio grueso y pesado, con líneas bien definidas. Saco tres, y me quedo mirando el espacio vacío. Al fondo, tras otros vasos idénticos, me parece descubrir algo conocido. Un vaso de vidrio azul, pequeño y sin brillo. Es el último sobreviviente de una casta de vasos que solíamos usar hace mucho tiempo. Estiro el brazo y lo traigo hacia mí. Lo sostengo. Me sorprende la cantidad de información que puede guardar un vaso. Almuerzos de domingo con asado, chorizos, y una Coca Cola de un litro ; tardes de invierno haciendo los deberes junto a la estufa  de querosén y tomando té de guaco para la tos; el proyector de cine en los cumpleaños, con Super Ratón, Cupido Motorizado y el labio superior anaranjado gracias a la Fanta.  
Me escabullo de la cocina y me dirijo a la entrada con el vaso contra el pecho. Lo guardo en mi bolso y vuelvo a la cocina. Mi madre trae las berenjenas dentro de una fuente que desconozco. Como si se tratara de una comida de un buen restaurante, todo me deja satisfecha. Pero como en todo restaurante, después de la comida uno siempre quiere volver a casa.

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