lunes, abril 08, 2013

Sabores de la granja




Una vez alguien se sorprendió al darse cuenta que yo dormía igual que un gato, de costado, con los brazos estirados hacia delante y las piernas recogidas. No me sorprendió la observación. De hecho, no era algo nuevo para mí, que dormía así desde que era una bebé. Dicen que las mascotas se parecen a sus dueños, pero me atrevo a decir que es al revés: los dueños se parecen a sus mascotas.
Mi amor por los gatos ha sido de siempre. Ni siquiera recuerdo muy bien a mi primer gato, porque estaba en casa cuando yo nací y murió cuando yo tenía tres años. Luego diferentes gatos y gatas del barrio fueron haciéndose parte de la familia, algunos con más frecuencia, con más expresiones de cariño o agradecimiento por la comida. De los gatos aprendí muchas cosas. Que no hay excusa para no estar limpia. Que dormir es un placer y una necesidad. Que el ronroneo es una de las mayores y mejores expresiones de placer. Que atormentar cucarachas antes de darles el golpe final es divertido. Que luego de una noche fuera de casa, al volver no hay por qué dar explicaciones.
Mi vida se fue desarrollando así, al ritmo de los gatos. Dormía de día, rodeada de ellos, y salía de noche, a la hora que mis compañeros estaban más alerta que nunca. Me bañaba antes de salir y me bañaba cuando volvía. Comía lo que me dejaran en la heladera, pero mis platos favoritos eran arroz con atún y pollo al spiedo. Mi familia no se preocupaba por mi ritmo de vida, creo que en el fondo les divertía ver cómo los gatos habían influido en mi personalidad. Y si alguna vez les molestaba algo, yo respondía siempre lo mismo: “Los que pusieron un gato en mi cuna fueron ustedes, no yo”.
Cuando conseguí trabajo me fui de casa. Ni el trabajo ni el monoambiente que alquilé eran gran cosa. En el trabajo me costaba mantenerme despierta, y cuando volvía, lo único que quería era dormir. Pero pronto empecé a dormirme en el trabajo. El día que el jefe me descubrió por tercera vez y me echó, no le dije nada. Lo miré con odio a través de mis ojos entrecerrados, y me fui en silencio, orgullosa.
En casa no hacía mucho. Me tiraba en la cama a mirar tele con mis dos gatos. Veía todos los domingos los avisos clasificados, pero no encontraba nada que se ajustara a mí. El dinero comenzó a escasear y la heladera se vació. Los únicos que mantenían el privilegio de la comida eran los gatos. No podía sacrificar su bienestar por culpa de mi desempleo. Seguían comiendo comida para gatos, ahora una marca más barata, pero que igual prometía deliciosos sabores de la granja, como pollo y jamón. Ellos no se quejaban. Es más, esta comida parecía gustarles más. A mi el ruido de las piedritas cayendo en los platitos me tentaba. Tenían un olor fuerte, pero parecían crujientes, y por la ansiedad de los gatos al comerlas, suponía que deberían ser sabrosas. Las empecé a comer como cereales en el desayuno. Las cubría con leche y dejaba que se hincharan. Después pasaron a formar parte de mi almuerzo y de mi cena. Al principio mi estómago hacía un ruido infernal, pero eso solo duró un par de días. Cuando me aburrí de comer siempre lo mismo me llevé los gatos a la azotea para que cazaran palomas. El resultado fue guiso de paloma para todos. Los gatos estaban locos de contentos. Pero mi estómago ya se había acostumbrado a los sabores de la granja, y este cambio repentino le afectó. Me desperté a medianoche con mareo, náuseas y chuchos de frío. Corrí hacia el baño, me arrodillé sobre la alfombra, junto a la ducha, y me preparé. Hice un ruido ahogado con la garganta, y en un segundo estaba afuera. Mi primera bola de pelos. Inmediatamente me sentí mejor. Me lavé los dientes y volví con los gatos, que apenas abrieron los ojos cuando me metí de nuevo en la cama.