Cuando
llegamos al planeta Wakhker aún era de día. La escotilla de la nave se abrió y
encendimos el mecanismo de la escalera. Mientras esperábamos que se instalara
miramos el panorama. Los famosos búfalos robóticos de los que habíamos leído en
la Academia caminaban y levantaban polvo alrededor de la pista de aterrizaje.
Eran parte del comité de bienvenida. Búfalos metálicos que hacían el ademán de
pastar y de mirar hacia el horizonte, pero que no respiraban porque estaban
rellenos de circuitos, cables y soldaduras. Ahora podía agregar a mis
experiencias de viaje el haber visto búfalos. En la Tierra estaban extintos,
pero al menos en esta parte del universo podía encontrarme con los famosos
especímenes de Wakhker.
Un
humano con aspecto de hippie de Woodstock me recibió en la pista. Era uno de
los tantos voluntarios y amantes de la cultura nativa norteamericana que se
habían instalado en este planeta para preservarla, o al menos reproducirla
lejos de la Tierra. De hecho allí las antiguas tribus eran casi un mito, una
leyenda difícil de rastrear. No quedaban evidencias de su pasaje por las vastas
llanuras, y lo poco que había sobrevivido había sido rescatado y trasladado a
Wakhker con fervor religioso.
Los
humanos que se trasladaron a este planeta no necesariamente tenían sangre
cherooke, miwok, nootka o sioux. Algunos eran descendientes de las antiguas
tribus, pero otros, como este sujeto que me esperaba, eran seguidores
entusiastas de los amerindios del norte y entregaban su vida a la titánica
tarea de volverlos a la vida en un nuevo destino.
Recorrimos
a caballo un par de kilómetros hasta llegar a Gadohi, la población más cercana.
El paisaje era árido y rojizo, pero se adivinaba en el horizonte el joven e
inmenso bosque espiritual de piceas, cedros y pinos, indispensable para la
medicina de los lugareños. Al final del camino se alzaban decenas de tipis. Se
recortaban majestuosamente contra el cielo plomizo; algunos humeaban, pero no
se avizoraban sus habitantes.
Dejamos
los caballos junto a otros que pastaban al borde del camino y nos adentramos en
la población. Mágicamente aparecieron niños que nos miraban con curiosidad y
que le hablaban al guía en una lengua que yo desconocía. El hombre pareció
preguntarles algo y uno de ellos se nos adelantó.
—Es
el hijo menor del jefe Seatl.
El
jefe Seatl era el hombre que yo había ido a ver. Debía entregarle un mensaje de
mi Capitán.
El
niño entró a un tipi que se encontraba en el medio del poblado. De la tienda -hecha
de una especie de lona náutica- se asomó la cabeza de una mujer de mediana
edad, de ojos pequeños y pelo color azabache. Escuchó lo que el guía tenía para
decirle e inmediatamente nos invitó a pasar. Una vez dentro comprobé que la
vivienda era más grande de que lo que parecía desde afuera. Saludé a la mujer
con un movimiento de cabeza y noté con tenía el vientre redondo y amplio. Hacía
muchos años que no veía a una mujer embarazada. Qué extraño encontrarme con
algo tan en desuso, una matrioska de carne y hueso. Me costó sacarle los ojos
de encima. Frente a nosotros, cerca del fuego, una silueta en cuclillas y envuelta
en una manta de lana nos daba la espalda. Un niño de párpados apretados yacía
en el suelo en una especie de saco de
dormir. La mujer dijo algo en voz baja, el guía asintió y luego se dirigió a
mí.
—El
jefe Seatl está preparando un brebaje de cálamo. Su hijo mayor está enfermo.
Entonces
nos quedamos en silencio, de pie, esperando que algo sucediera. Pasaron quizás
un par de minutos, y cuando la situación comenzaba a incomodarme la silueta se
movió. Nos mostró su perfil y en la penumbra percibí su piel. Levantó la cabeza
del niño y colocó en sus labios un cuenco. El niño, obediente, bebió. El jefe
Seatl volvió a darnos la espalda y se puso de pie. Pensé que iba a llegar a lo
más alto de su tipi. Era inmenso. Giró y vino a nosotros con paso lento. Se
detuvo a poco más de un metro y saludó con un movimiento de cabeza. Hice lo
mismo, y enseguida miré a mi acompañante en busca de apoyo, de una señal que me
dijera qué había que hacer a continuación. Si bien sabía que no debía temer, la
inmensidad del jefe me había dejado perpleja. Pero el hombre a mi lado estaba
encandilado, quizás por la aleación de metales de aquel majestuoso anfitrión.
Entonces
recordé a lo que había venido, y busqué en mi morral el sobre que me había
confiado el Capitán. Se lo extendí. El jefe Seatl lo tomó con tanta delicadeza
que sentí que el sobre simplemente había sido teletransportado hacia su mano.
Lo
abrió y quitó la carta de su interior. La leyó, o al menos eso me pareció, y
luego me miró. De la zona de su boca apareció una lengua larga y filosa.
Retrocedí un paso. Sus ojos se encendieron. Y entonces comenzó a hablar. Pero
ni la boca ni la lengua articulaban sonido. La voz clara y humanoide provenía
de su interior, fuera lo que fuese lo que tenía ahí dentro.
—Ninguna base terrícola se
instalará en este planeta. Ninguna —comenzó a decir—. Ya corrompieron su hogar,
ya murieron en su propia mugre. Domaron todos los caballos y eliminaron los
búfalos. Invadieron hasta el último secreto del bosque. Aquí estamos en casa y
nuestra tierra no está en venta. Dígale eso a su jefe. Siempre habrá un lugar
para un visitante, para un amigo, para un viajero cansado de las estrellas.
Pero haremos las cosas diferentes. El Gran Espíritu fue muy claro. Los humanos
no forman parte de este nuevo plan —dijo, y me extendió la carta y el sobre.
Se suponía que yo estaba en
ese lugar para funcionar como intermediaria, para negociar y lograr el mejor
resultado para mi Capitán y la tripulación. ¿Pero qué podía hacer? El Jefe
Seatl se había dado la vuelta, había dado por terminada la reunión.
Estaba a punto de decir
algo cuando el guía me tomó del brazo. La mujer corrió la tela del tipi y nos
invitó a retirarnos. El hijo menor nos miraba indiferente desde un rincón,
mientras el jefe volvía a su medicina y al niño enfermo.
Dejamos que los caballos
regresaran mansamente. La noche se acercaba y el aire frío del este nos
mantenía rígidos en nuestras monturas. Pensaba en la cara del Capitán cuando le
devolviera el sobre. Por alguna razón me causaba más gracias que preocupación.
Mi Capitán siendo rechazado. Seguramente era un espectáculo digno de verse. Tanto
como el águila calva que comenzó a volar en círculos sobre nuestras cabezas. El
hombre sonrió.
—No se preocupe, todo va a
estar bien —dijo señalando el ave—. El gran chamán hará que este viaje no haya
sido en vano, ya verá.
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