Hay escritores que
ofician de señuelos. Su misión es atrapar a los lectores más
huidizos, los que leen solo en verano e incluso a esos que no tienen
ni una pequeña biblioteca. Estos escritores tienen colores
brillantes y plumas, te miran con ojos grandes y entusiastas,
invitándote a hincarles el diente. Ellos abren la puerta, nos
tientan con la posibilidad de ingresar definitivamente a un mundo que
difícilmente abandonemos mientras estemos vivos. Esos escritores no
son siempre los mismos. Pueden variar de persona a persona. Hay
quienes se verán en un principio atraídos por los colores de H.P.
Lovecraft, otros por Edgar Allan Poe, algunos por Jorge Luis Borges,
o Paul Auster, o Agatha Christie, o Ray Bradbury o incluso Corín
Tellado. Pero hay escritores que tienen record olímpico en esto de
iniciarnos en masa, en esa tarea casi siempre sin intención de
atraparnos fuertemente y tirar de la tanza. ¿Cabe alguna duda de que
Julio Cortázar es uno de ellos?
*
Un
día descubrí que dos de mis personajes literarios favoritos se
parecían mucho entre sí: la Maga de Rayuela
y Holly Golightly de Desayuno
en Tiffany's.
Frágiles, tiernas, desordenadas, llenas de secretos, amigas de los
gatos, estas dos chicas se mueven por París y Nueva York con tanta
frescura,
arrojo e inocencia en sus ojos que la frialdad de la ciudad no puede
doblegarlas. Nunca me cayó muy bien Horacio de Rayuela.
Está tan ensimismado en sus ideas y en sí mismo que es incapaz de
mostrarle a la Maga un poco de compasión cuando ella realmente lo
necesita. En cambio, en Nueva York, el escritor se siente intrigado
por Holly, se desvive por comprenderla y desentrañar sus
misterios. Truman Capote lanzó Desayuno
en Tiffany's
en 1958; Rayuela
es
de 1963. No me parece casual, o al menos es un dato curioso, que haya
solo cinco años entre estos dos personajes entrañables.
*
Los
libros son pacientes. Ellos te esperan, no importa cuánto tiempo
deban hacerlo. Yo dibujaba con crayolas sobre el piso vinílico y
ellos me miraban desde la biblioteca de mis padres. Ahí estaba todo
el boom latinoamericano esperando por mí: Mario Vargas Llosa, Carlos
Fuentes, Gabriel García Márquez. También estaba el Montevideo más
triste y extraño con Juan Carlos Onetti y Felisberto Hernández, la
fecunda generación del 45 y otras joyas clásicas como Gustave
Flaubert y Honoré de Balzac. Años más tarde también me adentraría
en las fiestas y los pasteles de crema de Katherine Mansfield, en las
mujeres exuberantes de Jorge Amado y en las historias cotidianas con
giros fantásticos de Julio, que me dejaban atónita, fascinada, y
que me provocaron los primeros impulsos por la escritura.
Pero
en mi infancia no sospechaba todo lo que podían contener aquellas
páginas. Sabía que eran objetos preciados, que aunque estuvieran
viejos se les ponía un forro de nylon y se les acomodaba la solapa
con cinta adhesiva para que no se desarmaran. Estaban ahí,
inevitables para la vista ocupando toda una pared, pero yo todavía
los atisbaba como algo aburrido: no tenían ilustraciones, tenían
muchas palabras difíciles. Prefería mis revistas de Archie o
Mafalda.
*
Los libros que se
acumulan, todos los volúmenes que una quisiera leer y los años que
no alcanzan. Vivo con una ansiedad permanente por el paso del tiempo,
por lo corta que es la vida en relación a tantas páginas que
quisiera devorar. Julio lo explica muy bien en Rayuela,
y de paso calma un poco mi angustia: “Realmente no me aflige gran
cosa no haber leído todo Jouhandeau, a lo sumo la melancolía de una
vida demasiado corta para tantas bibliotecas, etc. La falta de
experiencia es inevitable, si leo a Joyce estoy sacrificando
automáticamente otro libro y viceversa, etc.”
La
falta de experiencia es inevitable. Quiero tatuarme esa frase en la
cabeza. Y de paso elegir con mucho cuidado el siguiente libro que voy
a tomar.
*
Cuando Julio pasaba
por Montevideo se quedaba en el Cervantes, un hotel céntrico que
solía ser tranquilo y misterioso, y en el que se hospedaron Adolfo
Bioy Casares y Borges. Tanto Bioy como Cortázar eligieron el hotel
como escenario y protagonista de dos de sus cuentos, de argumentos
similares: “Un viaje” y “La puerta condenada”. Este último
es uno de mis favoritos de Julio: una clase magistral de cómo
envolver y arrastrar al lector al desenlace sin una sola palabra de
más. Es magnífico en la descripción de ambientes, personajes,
sonidos y estados de ánimos. Perturbador hasta quitar el aliento, es
ideal si se buscan emociones intensas en una noche de soledad y
tormenta. Apuesto que más de uno dejó la luz prendida después de
leerlo.
*
Si pudiera hacerme
del DeLorean de Back
to the future
aprovecharía para viajar a los cafés de Saint-Germain des Près de
París para ser testigo de esas tertulias interminables entre los
artistas e intelectuales más efervescentes del siglo veinte. Simone
de Beauvoir, Jean Paul Sartre, Marguerite Duras, Ernest Hemingway y
André Breton en el Café de Flore; Pablo Picasso, Albert Camus y
Julio en Les Deux Magots. Meterme ahí, entre el humo, los vasos y
las botellas y simplemente observarlos y escuchar. Para esta gente el
frío, la ropa raída o las pocas monedas en el bolsillo no empañaban
la sed insaciable de ideas filosóficas y literarias revolucionarias
que poco más tarde transformarían el mundo. Finalmente, caminaría
una tarde junto a Julio por el barrio Latino, él altísimo, con sus
manos en los bolsillos del gamulán, y yo diminuta, mirando hacia
arriba y escuchándolo con atención. Él prendería un cigarrillo y
me señalaría personajes, y enseguida hablaría de ellos con ese
acento tan de
la gorge, encantador
y
propiamente suyo. Al caer el sol estaríamos repartiendo volantes en
las calles del mayo francés; yo me dejaría contagiar por esa
romántica y pasional quimera de que construir otro mundo es posible.
*
“¿Los detectives
salvajes es la Rayuela
de nuestra generación?” le preguntaron a Roberto Bolaño poco
antes de morir. Él contestó: “Mi novela es una pobre novela
comparada con Rayuela”.
Claro que no es cierto. Rayuela
marcó la cancha, rompió estructuras, influenció a muchos que
vinieron después, incluso a Bolaño a la hora de escribir ese libro
magnífico que también supo marcarnos. Todos deberíamos tener en la
juventud un encuentro con Rayuela
como manual para la vida. Alguien debería hacerlo, pasar la posta,
abrirnos los ojos, advertirnos: “tome, usted casi es un adulto, lea
esto y luego vuele”.
*
A los veinte años
pensaba que Historias
de cronopios y de famas
era cosa de hippies. Yo escuchaba a The Clash y odiaba a los
hippies. Con ese libro sentí que Cortázar me había decepcionado,
lo sentí como el amigo rockero y virtuoso que un día decide hacer
baladas pop para salir en el top ten de la radio. Así que me hice la
distraída y lo tomé como un simple tropiezo en su rica carrera
literaria. Él podía permitirse eso, textos que se imprimían en
artesanías y en fotocopias que se entregaban en el ómnibus a cambio
de alguna moneda. Luego de varios años, y volviendo a releer esas
historias, pienso que la que tenía un problema era yo, un deseo
profundo de ser cronopio y un fama interior que no me dejaba en paz.
Además, quién puede enojarse con un libro que tiene una frase como
esta: “En un pueblo de Escocia venden libros con una página en
blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en
esa página al dar las tres de la tarde, muere”.
*
El hombre con ojos
de gato, ese era Cortázar para mí incluso antes de leerlo. Al ver
su fotografía en la solapa de los libros, sus ojos separados y
claros me atravesaban. Pero no era una mirada perturbada o cínica.
Eran los ojos de un gato que descansa en tu regazo y ronronea entre
alerta y divertido. Julio era un amante de los gatos, como yo. Las
fotos con su gata Flanelle son una delicia. En ellas sus 1.95 metros
se ponen a la altura de la pequeña criatura, él la mima con sus
manazas, juega, se olvida del fotógrafo. Varios de sus textos tienen
gatos, y él sabe captarlos con un amor y comprensión solo
comparable a la pluma de Colette. Más que el “cronopio mayor”,
para mí él es un gato disfrazado de Cortázar:
“[…]
los gitanos y los traductores internacionales no tienen gatos, un
gato es territorio fijo, límite armonioso; un gato no viaja, su
órbita es lenta y pequeña, va de una mata a una silla, de un zaguán
a un cantero de pensamientos; su dibujo es pausado como el de
Matisse, gato de la pintura, jamás Jackson Pollock o Appell […]”
(Último
Round).
“Todo aquí es tan
libre, tan posible, tan gato” (Salvo
el crepúsculo).
“[…]
y los gatos, siempre inevitablemente los minouche morrongos miaumiau
kitten kat chat cat gatto grises y blancos y negros y de albañal,
dueños del tiempo y
de las baldosas tibias, invariables amigos de la Maga que sabía
hacerles cosquillas en la barriga y les hablaba un lenguaje entre
tonto y misterioso, con citas a plazo fijo, consejos y advertencias”
(Rayuela).
Julio fue uno de los
pocos que me mostró que el humor puede ser parte de la literatura. O
mejor aún: que el humor es fundamental en la literatura. Que se
pueden usar palabras locas, comunes, lunfardas, localistas,
combinadas sin prurito con un poco de buen francés. Que no hay que
ser tan ceremonioso, que escribir era como jugar. Que invitar al
lector a ese juego no te hace menos intelectual o menos valioso que
un escritor acartonado y sumido en sus pesares. Julio no envejece en
ninguna estantería, es el eterno muchacho, el niño alto, ocurrente
y enamorado; una delicada mezcla de felino, Peter Pan y Dorian Gray.
*Del libro "Cortázar sampleado", 2014.
2 comentarios:
de rayuela: quizá hay que llorar por amor hasta llenar una palangana.
Me gusto el texto..me gusta pensar que julio fue alumno de mi colegio allá por la decada del 30..y se recibio de profesor y recorrio el interior bonaerense..
y luego la super erudicion y la europa iniciatica y terminar defendiendo causas del tercer mundo allá donde el dolor se ve menos...
me gusta leer textos así..simples pero con contenido..con mayo frances y skipe a la vez...porque el presente está y vino para quedarse..
Gracias Dr. Mario por leer :-)
Saludos!
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