martes, mayo 24, 2011

De copas


Me gusta salir de noche. De noche salimos porque queremos, con el dinero de la semana en el bolsillo y con ganas de convertirnos en nosotros mismos o en alguien más. La oscuridad nos cubre con un velo de misterio; bajo las luces tenues, las imperfecciones se disimulan. Me sorprende lo distintos que podemos llegar a ser apenas cae el sol. Lo veo en mis amigos, en los rostros anónimos que se agolpan en el bar. Algunas cosas sólo se permiten bajo el amparo de la diosa Nyx. El disco de vinilo gira, las papilas gustativas se encienden con deseo imperante de drogas, labios húmedos y tabaco humeante. Hay una chica nueva detrás de la barra. Pasa tensa un trapo sucio sobre el mármol y apenas mira a los clientes cuando le piden otra cerveza o un whisky sin hielo. El cerquillo casi le tapa los ojos y lo sopla con largos suspiros cuando se ve sobrepasada de pedidos. De esto me doy cuenta con el rabillo del ojo, mientras sigo con creciente interés la charla de mis amigos. Están hablando de mujeres, de hombres, de las conquistas de los últimos días, las proezas sexuales y las abstinencias que comienzan a hacer cosquillas en la piel. Además, cuantos más vasos vaciamos, más exuberantes nos ponemos. Decimos cosas de las cuales, por lo menos yo, sé que mañana me voy a arrepentir. Pero nada de eso me preocupa ahora, quiero decir las frases más ingeniosas y regurgitar el alma sin culpa. Es un acto de contrición sin confesionario y sin absolución sacramental.
Pasadas las tres de la mañana llega la persona que secretamente todos estábamos esperando. Estos amigos y amigas a mi alrededor, tan fieles y cercanos, me clavarían un puñal en la espalda sin dudarlo por pasar un minuto con esta criatura. Se dirige con paso decidido hacia la barra, esquiva los bultos con forma de cuerpos sin siquiera mirarlos. Pide un Jack Daniels y se queda ahí, tranquilamente, moviendo suavemente la cabeza al compás de Tom Waits. Mi grupo decide sin decirlo, y por unanimidad, ignorar esta presencia. Hacemos como que no nos importa demasiado y seguimos con nuestra charla, esta vez con menos entusiasmo. Ninguno de nosotros puede evitar desviar la mirada hacia la barra. Envidio secretamente a la chica que está ahí detrás, sirviéndole. Envidio que pueda tomar su dinero y darle el cambio. Que pueda agarrar los vasos que va dejando vacíos con la marca de su boca, que pueda recibir sus suaves “gracias”. Sabemos que nadie en este bar recibirá más que eso, que nadie se atreverá a pedir más. Y aquí va, otra noche. Otra noche en que volveremos a casa con mal gusto en la boca, y con una opresión entre los ojos que nos durará hasta mucho después de que salga el sol.


lunes, mayo 16, 2011

El vaso azul


Voy a ver a mis padres al viejo apartamento. Dejo el bolso de trabajo en el perchero de la entrada, donde hace más de quince años dejaba mi mochila llena de apuntes de facultad. El apartamento es grande y oscuro, no por falta de ventanas sino porque la mayoría de las persianas se mantienen bajas. Las habitaciones están limpias, ordenadas, pero inhabitadas. Mis padres pasan la mayor parte del tiempo en la gran cocina, y ahí los encuentro. Mi madre prepara una cena a prueba de todo: a prueba de colesterol, de arterias tapadas, de hipertensión y sobrepeso. De todas formas se las ingenia para que las verduras luzcan sabrosas. Tanto, que decido quedarme a comer. Ayudo a mi padre a poner la mesa. Me presenta la nueva vajilla. Es de esas imponentes, sólidas y modernas, como se ven en las mesas de las revistas de decoración. Desde hace un tiempo se dedican a renovar muebles y objetos. Queda muy poco de lo que solíamos usar  cuando vivíamos todos en la misma casa. Ya no está la mesa de pata floja con ralladuras de lápices de colores, a no ser en las fotos de reuniones familiares. Tampoco el voluminoso televisor donde veíamos el Coyote y el Correcaminos, que fue sustituido por una discreta pantalla de plasma.
Saco los vasos de la alacena. También son nuevos. Altos, de vidrio grueso y pesado, con líneas bien definidas. Saco tres, y me quedo mirando el espacio vacío. Al fondo, tras otros vasos idénticos, me parece descubrir algo conocido. Un vaso de vidrio azul, pequeño y sin brillo. Es el último sobreviviente de una casta de vasos que solíamos usar hace mucho tiempo. Estiro el brazo y lo traigo hacia mí. Lo sostengo. Me sorprende la cantidad de información que puede guardar un vaso. Almuerzos de domingo con asado, chorizos, y una Coca Cola de un litro ; tardes de invierno haciendo los deberes junto a la estufa  de querosén y tomando té de guaco para la tos; el proyector de cine en los cumpleaños, con Super Ratón, Cupido Motorizado y el labio superior anaranjado gracias a la Fanta.  
Me escabullo de la cocina y me dirijo a la entrada con el vaso contra el pecho. Lo guardo en mi bolso y vuelvo a la cocina. Mi madre trae las berenjenas dentro de una fuente que desconozco. Como si se tratara de una comida de un buen restaurante, todo me deja satisfecha. Pero como en todo restaurante, después de la comida uno siempre quiere volver a casa.