La primera vez que lo vi fue en mi noveno
cumpleaños. Jugábamos a la mancha bajo la parra del patio y, al voltear hacia
la puerta del fondo lo vi de pie, apoyado elegantemente contra el marco y con
las manos en los bolsillos. Llevaba un traje claro, de verano, una corbata
verde oliva y el pelo desordenado. Nos miraba como pensando en otra cosa, hasta
que posó fuertemente sus ojos en mí como si quisiera decirme algo. Desconocía a
aquel hombre, pero al ser mi cumpleaños no era extraño ver una cara diferente
en casa. Podía ser un compañero del taller de papá o quizás un empleado de la
confitería donde mi madre era cajera. ¿Y si era uno de esos pasteleros que
hicieron con tanto esmero mi torta de cumpleaños? Su presencia no me quitó el
sueño, y menos en medio del juego. Corrí hacia el otro lado del patio, eludí un
brazo extendido, y cuando volví a mirar hacia la puerta, el hombre ya no
estaba.
A la hora de soplar las velas de la torta
todos rodearon la mesa del comedor; las caritas que apenas sobrepasaban al
mantel miraban con ansiedad cómo mi padre encendía las mechas con un
encendedor. Niños y adultos se pusieron a cantar lentamente, extendiendo las
sílabas como si alguien comenzara a darles manija, y en ese momento creí verlo
al fondo, junto a la tía Lidia, levantando la cabeza y buscando la escena,
mientras el resto alzaba la voz ya a buen ritmo y con una energía desmesurada.
El silencio que siguió al canto me hizo volver a mi momento especial, pedí tres
deseos y soplé con fuerza.
En el desayuno, mientras comíamos los
restos de la torta, les pregunté a mis padres por el extraño. En mi plato
temblaba un trozo de bizcochuelo decorado con las últimas letras de mi nombre.
-¿Qué señor decís?- preguntó mi madre con
la boca llena.
-Ese, de traje y corbata verde.
Ambos intercambiaron miradas. Mi padre
frunció el ceño.
-¿Estás segura? No vino nadie de traje-
sentenció él. –No conozco a nadie que use traje.
Mi madre largó una risita y un pedacito
de bizcochuelo, que fue a dar al mantel de hule.
-Capaz que era el príncipe de la
Blancanieves de la torta- dijo tentada, y le hizo una guiñada a mi padre.
Ese hombre no era un príncipe, pero
preferí no decir nada. Tenía más pinta de joven inmortalizado en una foto
antigua, como esas que guardaba la abuela en el primer cajón de la cómoda.
Un par de meses después de mi cumpleaños
la casa era un caos. Las cajas de mudanza entorpecían el camino en todas las
habitaciones, que no eran muchas. Nos íbamos a vivir con la tía Lidia porque
otro hermano de mi madre había pedido su parte de la casa, que había sido de
mis abuelos. Mis padres sabían que ese momento podía llegar, pero ahora
deambulaban por nuestro hogar perdido como si se hubiese muerto alguien. A mí
me entusiasmaba la idea de mudarme. La casa de la tía Lidia era linda, de
ladrillo a la vista y tejas rojas. Una especie de chalet en miniatura. Me
encantaba su colección de animalitos de cerámica, que me dejaba admirar y sacar
del aparador del comedor si prometía limpiarlos uno por uno con un paño húmedo.
La cuestión es que andábamos en plena limpieza y transporte de las cajas. Los
peones del camión entraban y salían decididos, levantaban las cosas sin preguntar nada, y parecía increíble que
nuestras pertenencias, estáticas durante tanto tiempo, pudieran irse tan rápido.
Mi madre y mi tía hablaban en la cocina mientras guardaban las últimas ollas y
sartenes. Lidia trataba de convencerla de no llevar las cacerolas más
abolladas, porque ella tenía unas más nuevitas, con teflón para que no se
pegaran los fideos. Yo fui al patio a ver si me había dejado algún juguete
tirado en el parrillero o en el galpón de papá. Al pasar por la entrada de
autos, al costado de la casa, vi a un hombre parado en la vereda, del otro lado
del portón. Miraba intrigado cómo los peones se pasaban las cajas mientras daba
unas pitadas cortas a su cigarrillo. Enseguida salí disparada hacia la cocina,
porque lo había reconocido. Era el de traje, el de mi cumpleaños, no cabía
duda.
-Mamá, ¡está el hombre del traje, en la
vereda!
-¿Qué decís, Mili?
-El hombre de traje que vino a mi
cumpleaños. Está en el portón, ¡vení a verlo!
Mi tía me miró torcido.
-¿Qué le pasa a esta nena, Carmen?- le
preguntó a mi madre, como si yo no estuviera presente.
-Anda viendo hombres de traje por todos
lados. En este barrio, ¡imaginate!
-¿Es buen mozo?- preguntó Lidia con los
ojos chisporroteantes y retorciendo un repasador- ¡Capaz que es un buen
candidato para la tía, Mili!
La tironeé del repasador y la arrastré
hacia la puerta del fondo.
-¡Vení vos a verlo, entonces!
Una vez en el pasillo, le señalé la
calle. El hombre miró hacia nosotras, bajó la cabeza y salió disparado.
-¿Lo viste, tía? ¿Tenía traje o no?
La tía me agarró fuerte de la mano y me
arrastró de nuevo a la cocina.
-Vamos, nena. No vamos a mirar a la gente
que pasa por la calle con todo lo que tenemos que hacer.
En la casa de la tía dejé de tener cuarto
propio. Dormía con ella en una habitación del fondo con dos camas viejas de
respaldos de madera oscura y adornos retorcidos. A ella no parecía molestarle
el hecho de haber cedido su cuarto a mis padres y dormir conmigo en un espacio
que antes había sido su cuartito de costura. Por el contrario, creo que lo
disfrutaba un poco. Cuando apagaba la luz de la portátil nos quedábamos boca
arriba, charlando sobre la vida y viendo con ojos soñadores las paredes
pintadas con la luz que se filtraba por las persianas. Yo sentía que esos
momentos de intimidad eran propicios para hablar cosas importantes. Le
preguntaba por su infancia, por los abuelos, y hasta por qué se estaba
recalentando el planeta. Ella suspiraba antes de responder, procesaba mis
preguntas con placer. Creo que cuando se apagaba la luz jugábamos un poco, yo a
ser inquisidora y profunda, y ella a contestarme como si fuese una estrella de
cine en una entrevista. Una noche le pregunté por qué nunca se había vuelto a
casar. Acá más que un suspiro largó una bocanada áspera y densa.
-Ay, Mili, son cosas complicadas esas…
-¿Complicadas por qué?
-No es tan fácil a mi edad… Además estoy
muy bien sola.
-¿No te aburrís?
-No, qué me voy a aburrir. Y ahora con
ustedes acá menos me voy a aburrir.
Escuché cómo se movía en la cama y se
daba vuelta hacia la pared.
-Dormite, Mili. Que mañana tenés escuela.
Las primeras semanas la vida familiar fue
desarrollándose en armonía. Mirábamos la tele todos juntos en el comedor, la
tía se reía de los chistes de papá, mamá no dejaba que nadie lavara los platos,
y yo limpiaba los adornitos de cerámica una vez por semana. Ya nadie extrañaba
la vieja casa; habíamos encontrado nuestro lugar en el chalecito sin sentirnos
de prestado o sapos de otro pozo. La que empezó gradualmente a perder su
vitalidad y su risa fácil fue la tía. Deambulaba por la casa buscando rincones
serenos. Evitaba nuestra compañía en las noches y lloriqueaba cuando se pinchaba
la yema del dedo con una aguja. Mi madre estaba preocupada, le preguntaba cosas
en susurros, pero no podía sacar nada en claro. Mi padre la tranquilizaba
diciéndole que debía estar en “ese momento de las mujeres”, que sería una
cuestión de falta de hormonas. Pero mi madre no se convencía. Presentía que
había algo que mi tía no revelaba, y estaba dispuesta a averiguarlo. En mi
caso, que compartía la habitación con Lidia en las noches, noté el cambio
aunque ella se esforzara por que no fuera así. Sus respuestas a mis preguntas
eran menos elaboradas, y se excusaba diciendo que estaba cansada. Pero se movía
mucho en la cama y le costaba dormirse. Algunas veces la escuchaba sonarse la
nariz, pero si le preguntaba, me decía que tenía alergia al polvo de la
alfombra. Para animarla le hice un dibujo. Lo pinté con los marcadores nuevos
que me habían regalado en mi cumpleaños y que todavía no había usado. Me esmeré
retratando a la familia: mamá, papá, la tía, yo, y el chalet de fondo. Estaba
orgullosa de mi obra, de los colores que no sobresalían los bordes de las
figuras, y se lo entregué en la cocina, delante de todos. Ella lo tomó, lo
recorrió con sus ojos, y se puso a llorar. Se cubrió el pecho con mi obra y se fue al baño al trotecito.
Cuando llegó el verano las tardes se me
hacían largas y aburridas. La tía bajaba la persiana del cuarto y dormía “la
siestita del burro”, como decía ella. A mi me daban una pila de revistas de
Isidoro Cañones que había sido de papá y pretendían que hiciera lo mismo. Pero
me conocía las historias de memoria y tampoco quería dormir. En una de esas
siestas me puse inquieta. Desde el colchón apoyé los pies descalzos sobre la
pared para ver cuántos pasos podía dar hasta extender las piernas totalmente.
Luego, cuando dejó de ser divertido, me colgué cabeza abajo, apoyé las manos
sobre las baldosas frías y vi una caja de zapatos debajo de la otra cama. La
traje hacia mí muy despacio para no despertar a Lidia, y la abrí. Aparecieron
cartas viejas, estampitas de santos y algunas fotos. Casi me llevo la sorpresa
de mi vida cuando en una de esas imágenes descubrí al hombre de traje, que no
estaba de traje, sino con una camisa blanca inmaculada y una sonrisa resplandeciente.
Del lado de atrás alguien había escrito: “Piriápolis. Semana Santa”. Apreté la
foto contra el elástico de mis shorts, cerré la caja y volví a dejarla en su
lugar.
A la hora de la merienda, mientras la tía
había ido a la panadería, saqué la foto para mostrársela a mamá.
-¿De dónde sacaste esto?
-De una caja. Es el hombre de traje,
¿ves? ¡No eran inventos míos!
-Dame eso- dijo arrancándome la foto de
mi mano. -Qué tenés que andar revisando las cosas de tu tía.
-Pero…
-Andá al frente a jugar, salí de mi vista
antes que me enoje, Mili.
-¿Pero qué vas a hacer…?
-Milagros… Cuento hasta tres y no te
quiero ver acá. Uno… dos…
Una tarde de domingo mis padres llevaron
las sillas de playa al jardincito del frente. Se instalaron para tomar mate y comer
rosca con chicharrones. La tía podaba en silencio las rosas con una vieja tijera
de jardín. Yo andaba en bicicleta por la vereda, yendo de esquina a esquina una
y otra vez. Mientras me imaginaba que montaba una moto inmensa y daba la vuelta
en la puerta del almacén, vi a lo lejos un hombre parado frente al chalecito.
Miraba hacia adentro y parecía que hablaba con alguien, sin sacar las manos de
los bolsillos. Apuré las pedaleadas para saber de qué se trataba. Cuando estaba
a pocos metros me di cuenta. No sabía si
detenerme o seguir de largo, pero mi curiosidad fue más fuerte. Me quedé junto
al árbol, a una distancia prudencial, mirando su espalda. La cara de la tía
parecía que había visto un fantasma.
-¿Qué hacés acá?
-Lidia… Pensé que…
Mi padre se paró. Se quedó ahí, como en
guardia, sacando pecho, sin remera y en chancletas. Mi madre seguía la escena sin dejar de masticar en cámara lenta.
-No tenés que venir acá, ya lo hablamos.
-Tenemos que hablar.
-¿Quién es este muchacho, Lidia?- preguntó
mi madre con la boca llena y con un tono que me pareció extraño, entre irónico
y de completa satisfacción.
-¿Todo bien, cuñá? – agregó mi padre con
el termo entre sus manos, como si fuese a usarlo para defenderse en caso de ser
necesario.
-Sí, sí. Todo bien. Él es… un amigo.
Yo abrí la boca para agregar que yo ya lo
conocía, pero me contuve.
-Entonces no lo dejes ahí parado- dijo
papá. -Pase, pase, no se quede ahí.
Mi tía bajó la cabeza y se corrió para
darle paso.
-Carmen, traele una silla al muchacho.
¿Quiere un mate? Recién lo di vuelta. Mili, vení a saludar al señor. ¿Qué día
no? Qué calor espantoso. Dicen que de noche se pudre todo. Pero yo no creo más
en los meteorólogos. Tome, agarre un pedazo de rosca, está calentita, recién
salida de la panadería. ¿Cómo me dijo que se llamaba?...
A mí la ansiedad me hizo huir y pedalear como
loca hasta la esquina. Llegué al almacén con una sonrisa, me detuve para
recuperar el aliento y ordenar mis ideas. Cuando di la vuelta ya pensaba en cómo
nos íbamos a arreglar, cómo íbamos a hacer para entrar todos en el chalecito.
*Publicado en revista Lento, setiembre de 2013
2 comentarios:
Impresionante viaje. Perfecto. Además me trasladó a una infancia en un lugar tan familiar... pero a veces tan lejos. Aire fresco para el alma.
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