Un día
nos conocimos y nos gustamos.
El
problema era que nuestros corazones estaban chamuscados y adoloridos. Cada vez
que nos acercábamos se contraían, reculaban, no querían saber de nada.
Así que
ante la incapacidad de ofrecernos mutuamente nuestros órganos, los sustituimos
por morrones.
Morrones
recién arrancados. Rojos. Intensos. Brillantes. Perfumados.
Se
adaptaron rápidamente a nuestros cuerpos. No latían como los corazones. Tenían
una vibración casi imperceptible y constante, un cosquilleo fresco que impulsaba
la sangre y erizaba los lóbulos de las orejas.
Así es
como cada vez que escribía en mi libreta y pensaba en sus ojos, dibujaba un
pequeño morrón cruzado por una flecha. A su vez, un día de San Valentín recibí
por debajo de mi puerta una esquela que decía “Mi morrón te pertenece”.
Hoy somos felices. Cada vez que pasamos por delante de una verdulería y vemos un cajón
lleno de morrones, sonreímos.
2 comentarios:
no da para reírse, es cuestión de naturaleza, del rojo intenso y de flechas imaginarias que nos gusta tener
saludos
sí es para sonreir sí...
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