Por
primera vez en mi vida experimentaba un genuino deseo de matar.
La
acumulación de odio y frustración en el cuerpo te hace sentir enferma, como si
estuvieses enfrentando la gripe más resistente. Una no tiene dominio o control
del cuerpo, algo extraño se apodera del corazón y del resto de los músculos, se
fermenta la sangre, se estrecha la garganta y hay una descompensación en el
oxígeno que entra a destiempo en los pulmones.
El
deseo de matar tiene su clímax, éste se alcanza solamente una vez, cuando todas
las condiciones están dadas para que el cúmulo de energía llegue con éxito a su
destino.
En mi caso bastó ver la cara de Lucy para que
los síntomas invadieran rápidamente mi cuerpo. Sentí un choque eléctrico en la
nuca, un estremecimiento y un mareo caluroso que me arrojó sobre ella. A través
de la niebla de mis ojos vi su carita tonta, su estúpido corte de pelo, sus
lentes asimétricos, su postura de perdedora, sus párpados caídos, las comisuras
dobladas en un gesto de prematura vejez. Es hermoso perder cualquier rastro de
racionalidad. Convertirse en un ser completamente salvaje y amoral, sin
obligación de cortesía. Es hermoso duplicar tus fuerzas físicas, reducir tu
cerebro al tamaño de una nuez, arrojarte con aplomo sobre la nariz puntiaguda y
brillante del enemigo, desencajarla en un par de segundos con el filo de tu
boca y hacerla sangrar después de un simple crac; arrancarle puñados de pelo en
tirones rápidos; hundir las rodillas en el abdomen contraído por el miedo;
patearle la cintura hasta dejarla morada; desgarrar con uñas de león sus
mejillas sonrojadas; todo eso hasta quedar exhausta, hasta que eso que se movía
y resistía no lo haga más. Primero arruinaste mi vida, y ahora me convertiste
en esto... Por favor Lucy, no me mires así.
*Montevideo, 2006.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario