1.
La última vez que estuve en Buenos
Aires fue por amor.
Cuando dejé de tener ese amor, perdí
el interés en
volver. Desde entonces la ciudad se
convirtió para mí en
sinónimo de amor fallido. Buenos Aires
era la responsable
de mi desazón y no me interesaba nada
de lo que tuviera
para ofrecerme. Así que simplemente
dejé de visitarla.
Ahora, después de casi un año, vuelvo
por mí. No
regreso para encontrarme con nadie. La
persona amada
no me espera a la salida del puerto, y
al parecer duele
menos de lo que imaginaba. Sí me
espera un señor al que
no conozco con un cartel entre sus
manos que lleva mi
nombre, escrito con una imprenta azul y
prolija.
Lo saludo con un apretón de manos. Ya
quiero
encontrarme con los otros escritores.
Vivir la ciudad
desde mi perspectiva.
2.
Tomo un taxi a la salida de una fiesta
en San Telmo. Le
digo al conductor que voy al Centro
Cultural Recoleta, que
tome por el cementerio y pase la
iglesia. Son las seis de la
mañana y la ciudad está muy
tranquila. Vamos rápido,
haciendo en pocos minutos un recorrido
que a media
tarde en otro taxi me llevó casi una
hora. Hay algo del
viajar en taxi, también en Buenos
Aires, que me da pudor.
O casi vergüenza. Subir a un auto
luego de tomar cerveza
y divertirme, y tener que pedirle a la
persona de turno,
generalmente adormilada, que me lleve a
destino. Miro
la nuca canosa del conductor y pienso,
como tantas otras
veces, en lo solitario de este trabajo,
en las ganas que quizás
tenga él de estar abrigado en su cama
en vez de dar giros
y cuidarse de los rateros en cada
semáforo en rojo. Creo
que en esta ciudad los taxistas, o los
tacheros, son medio
personajes. Están los que se hacen los
amables y luego
te pasan billetes falsos, como le pasó
a Elvira el otro día.
Hay de los otros, los realmente
simpáticos, los honestos,
los que tienen historias interesantes
para contar. Está el
que nos mostró fotos de él mismo
dentro de una jaula con
un tigre de bengala inmenso. O el que
luego de una amena
charla sobre las bondades de Montevideo
me vendió un
disco de tango a 30 pesos: “Son todos
originales, elegite el
que más te guste”.
Pero ahora con este hablo poco, hacemos
comentarios
sobre los cortes por la carrera de TC
2000 y los
embotellamientos; confiesa con voz
cansada que prefiere
trabajar a esta hora, que va a
destiempo con el ritmo de
la ciudad pero que no afecta tanto sus
nervios. En los
momentos de silencio miro hacia afuera,
dejo que me
invada el sueño mientras miro portales
de edificios,
balcones y puertas dobles, fachadas
grises y tan parisinas.
Los grafittis y las pegatinas son la
voz de políticos que no
me hablan a mí. Las persianas
metálicas de los cafés están
bajas y bien cerradas. La luz
artificial es débil, se deposita
en diversos puntos suavemente: tiene
algo romántico,
propicio para la melancolía. Esta
calma inusual provoca
respirar hondo. Bajo la ventanilla y lo
hago.
Cuando nos estamos acercando a destino,
el hombre
comienza a contarme la historia del
edificio donde me
estoy quedando. “Fue un asilo de
ancianos; un loquero”,
comienza a decir con voz ronca, y eso
es suficiente para
que mi atención se fije en los ojos
que me miran por
el espejo retrovisor. “Eran todos
predios municipales,
pero cuando hicieron el Centro
trasladaron a todos los
viejitos, pobrecitos, andá a saber
dónde los metieron”.
Enseguida pienso en mi habitación,
poblada de camas
y con olor a viejo, y me retuerzo en el
asiento. El taxista
parece no solo conocer la historia,
sino también conocer
la fisonomía del edificio. “Salían
a andar y a tomar el sol en
la terraza, en esa que está por encima
del pasillo”, afirma.
“Es el balcón que está en mi piso”,
pienso. La foto con la
cara del conductor está en un papel
plastificado, detrás
del asiento del acompañante. Se llama
Carlos Fernando.
“Gracias, Carlos Fernando”, me
digo. “No voy a dormir por
tu culpa”. Cruzo con disimulada calma
el pasillo oscuro
en dirección a la residencia y trato
de saborear el miedo.
Me imagino fantasmas decrépitos
envueltos en batas
deshilachadas, agonizantes sobre
colchones de lana, justo
en mi habitación. Pero resultan
bastante discretos, y mi
presencia les es indiferente. Ni
siquiera se molestan en
mirarme cuando me cubro hasta la cabeza
con el acolchado.
3.
Una de las cosas que me atrae de Buenos
Aires es
la diversidad cultural y la cantidad de
comunidades de
diferentes orígenes étnicos y
religiosos. Quizás esto no
sea algo que haga sentir a los porteños
especialmente
orgullosos, pero a mí me hace pensar
en una ciudad
verdaderamente cosmopolita y mucho más
rica. Una noche
me encontré con unas amigas en un
restaurante peruano
ubicado en la zona del Abasto. El
ochenta por ciento de
las mesas estaban ocupadas por familias
peruanas, y el
mismo local era llevado adelante por
una familia andina.
No se trataba de un lugar refinado ni
que ostentara la
comida peruana sofisticada y
contemporánea que hoy
se considera tan top en todo el mundo,
sino una especie
de fonda con fuerte olor a frito y
condimentos, con un
guitarrista que entonaba canciones
tristes mientras los
niños correteaban entre los
comensales. Los platos venían
con porciones generosas, como si los
hubiese servido una
madre, y de hecho mantenían ese sabor
de hogar. El ceviche
y la comida chifa no podían faltar, y
ese lugar de encuentro
me hizo pensar que esta ciudad es mucho
más que la
imaginería de sombreros de gacho y
medias de red. Por
ejemplo, el supermercado chino al que
voy todos los días a
comprar leche, pan y fiambre para la
hora de la merienda.
El muchacho que atiende en la
fiambrería, al fondo del
local, apenas habla español. Se las
arregla para entender el
pedido con amabilidad, repitiendo como
un eco defectuoso
las palabras del cliente. Esta tarde,
al llegar a la cocina de
la residencia y desenvolver el paquete,
me doy cuenta
que el papel de estraza fue plegado de
forma poco usual,
doblado aquí y allá como si fuera una
especie de ejercicio
de iniciación a la papiroflexia china.
Sonrío y mi sándwich
está más rico con esta especie de
regalo milenario.
4.
Me pongo mis championes más cómodos y
salgo a
caminar sin rumbo. El otoño puso linda
la ciudad y el
frío de los primeros días parece
haberse disipado para
dejar lugar a una temperatura tan
placentera como la
de una incubadora. Doblo las esquinas
aquí y allá, y voy
encontrando calles, baldosas, fachadas
y rostros que
nunca antes había visto. A diferencia
del resto, que parece
tener apuro por llegar a alguna parte,
lo mío tiene un dejo
turístico: voy a velocidad crucero,
disfrutando del sol en la
cara y absorbiendo con calma todo el
entorno. El aire huele
a smog, a cemento tibio y a árboles
centenarios. Los autos
recorren las avenidas dejando una
estela de zumbidos
a la cual una se termina acostumbrando.
Recorro unas
cuadras de Santa Fe y hago eso que
tanto me gusta:
esquivar y ser esquivada. En Montevideo
no tenemos
concentraciones de personas tan densas
como acá; donde
más nos amontonamos es en los ómnibus
y ese no es un
acontecimiento particularmente
agradable. Pero acá los
transeúntes dan a las veredas una
impronta de vitalidad, la
ilusión de que están pasando cosas
importantes. Acelero
el paso y casi sin pensarlo desaparezco
en la primera
entrada de subte que encuentro. Espero
pacientemente
detrás de la línea amarilla y me
maravillo como otras
veces de este espacio paralelo, con una
lógica y ritmos
tan diferentes a los de la superficie.
Me emociona la
vibración in crescendo, el sonido
metálico que se acerca
a la estación, el resoplido de las
puertas al darnos paso.
Me subo al vagón y me dirijo no sé
bien adónde, quizás
algunas paradas más hacia el Centro,
solo para transitar
un poco el mundo por este lado.
5.
Los parques son los pulmones y centros
de
esparcimiento de esta ciudad que le da,
no sé por qué, la
espalda al río. Siempre me llama la
atención ver a bañistas
sin arena, personas en bikini y traje
de baño acostadas en
el medio de la ciudad; es ridículo,
pero lo siento casi como
un acto impúdico si no hay agua
cerca.
Me reúno con unas amigas para tomar
mate sobre
el césped y aprovechar el sol de la
tarde. Entre cebada y
cebada voy husmeando lo que pasa
alrededor. A unos pocos
metros una mujer juega con sus dos
perros. Ejemplares
de raza, pequeños, muy bien cuidados.
Les tira pelotas
de tenis y los alienta con palabras
dulces. Se la ve feliz y
compenetrada con cada hazaña de sus
cachorros.
A los pocos minutos llega otra mujer,
también con su
perro. Ambas se saludan con un beso en
la mejilla. Los
perros también se saludan. La recién
llegada tiene el
rostro deforme por las cirugías, la
boca violentamente
pintada y el pelo recién salido de la
peluquería. Al rato dos,
tres, cuatro señoras más llegan con
sus compañeros y les
sueltan la correa. Todas se conocen.
Los perros celebran a
los recién llegados. Corren
frenéticamente, se persiguen,
dan saltos inesperados ante sus amas.
Ellas se carcajean,
les celebran cada nueva ocurrencia,
ponen límites sin
convicción. A veces detienen la charla
para mimarlos,
acariciarlos y hablarles con voz
aniñada. Sacan comida de
una bolsita, los premian.
Me olvido de la escena por un rato y me
concentro
en nuestra charla, que solo es
interrumpida minutos
después por un perrito que se acerca,
que huele nuestras
pertenencias y nos lame la cara. Su
ama, la señora de las
cirugías, está de pie a pocos pasos.
Mira el cielo y nos
pregunta: “¿Conocen esa luna?”.
Desconcertadas, giramos
las cabezas hacia la luna creciente.
“Es la mejor luna para
tomar decisiones, para casarse, para
enamorarse, para
empezar cualquier cosa”, dice con
entusiasmo. No lo sabía.
“También para cortarse el pelo”
acota una de mis amigas.
La dama del perrito sonríe y
desaparece tan rápido como
llegó. En el aire queda sorpresa,
desconcierto, y un poco
de olor a caca de perro. La luna sigue
llenándose aunque
no nos demos cuenta.
6.
¡Ah! Las librerías. Placer supremo.
Significa tener
acceso a cosas que en Montevideo es
difícil o incluso
imposible conseguir. Muchas tienen el
valor agregado de
un café, una vinoteca, esas cosas que
hacen a la lectura
más amena y acogedora. No sé cómo
voy a disponer en
la valija los libros que compro, pero
eso es algo de lo que
me preocuparé el último día. Por
ahora libros es lo único
que llevo. Elijo una antología de
escritores porteños, una
edición del irreverente Copi que
incluye el cuento “El
uruguayo”, un libro de haikus de
Ryookan, uno de Neil
Gaiman para mi sobrina y varias cosas
más. En una librería
de Palermo me nace un nacionalismo
absurdo y me doy
el gusto de pelear un poco a la dueña
y a los empleados.
Un libro de Horacio Quiroga se muestra
orgulloso en la
sección de literatura argentina. “Acá
hay un error”, les
digo, y tomo el libro. “Horacio
Quiroga es uruguayo, lo voy
a poner acá” y lo dejo una
estantería más allá, en literatura
hispanoamericana. Antonio está conmigo
y celebra mi
acto chauvinista. Solo a él parece
causarle gracia mi
intervención. Los demás sonríen a
medias, levantan los
hombros como diciendo “Bueno, es
rioplatense”. De hecho,
desde atrás del mostrador alguien dice
algo de eso, que
Quiroga también les pertenece.
Recuerdo a una amiga
que insiste en que los argentinos, o
más bien los porteños,
tienen la manía de apropiarse de todo,
que ya es como un
deporte nacional, y que tenga cuidado
porque también
puede pasarme a mí. Doscientos años
de historia resumidos
en dos secciones de una librería,
porque la hermana mayor
amenaza nuestra autonomía también en
la literatura. Y
yo, en tierra extranjera, me pongo
tontamente camisetera,
como si eso realmente me importara,
como si Horacio
necesitara de mi mano justiciera, o
como si su nacionalidad
fuera realmente lo importante. En estos
días los libros y los
lectores de Buenos Aires viven cosas
peores: una normativa
de la secretaría de Comercio Interior
que amenaza con
trancar publicaciones extranjeras. La
gente se alarma con
razón, y se torna un tema nacional que
afortunadamente no
pasa a mayores. Un susto que deja en
evidencia que lo más
importante no es en qué estantería
estén los libros, sino
simplemente que estén.
7.
Azcuénaga es tu calle. Es una calle
larga, que comienza –
irónicamente– ahí donde termina la
vista desde mi ventana.
Su nombre, lo sé ahora, se refiere a
Miguel de Azcuénaga,
que yace a pasos también de mi
habitación, en el cementerio
de la Recoleta. A la calle siempre le
dijimos “Azcue” como
sinónimo de refugio transitorio, tu
hogar en una ciudad que
no nos pertenece. Hoy no tengo por qué
recorrerla, pero lo
hago. Es una de las pocas calles en
esta ciudad que tiene un
significado para mí, que conozco palmo
a palmo. Me deslizo
como llevada por la corriente. Parezco
movida por un GPS
rústico y emotivo; soy un caballo de
balneario, de los que
siempre vuelven a casa solos luego del
mismo paseo. No
voy a tu encuentro, pero la calle, solo
con su nombre en las
esquinas, me transporta a un lugar
reconocible y seguro.
¿Estarás en la cocina? ¿Ordenando tu
cuarto? Me detengo
por curiosidad en la vidriera de una
agencia de viajes. Dos
banners que miran hacia la calle hablan
de Cancún, Playa
del Carmen, Florianópolis o destinos
así, llenos de arena
blanca y agua transparente. Lugares
para enamorarse u
odiarse. Lugares de los que no se puede
escapar. ¿A dónde
ir? Del hotel a la playa, de la playa
al hotel. Buenos Aires
tiene tantos vericuetos, puntos y
líneas punteadas, tantas
alternativas y vías de escape, que no
puedo seguirte. Azcue
va hacia tu casa. Hacia vos, ya no sé
qué camino tomar. No
hay Guía T que me lo explique.
*La Ciudad Contada
Buenos Aires en la mirada de la nueva narrativa hispanoamericana. (Antología) 2012
http://letras.s5.com/la_ciudad_contada.pdf